domingo, 21 de febrero de 2016

Tres

El sol canturrea desnudo por la colina. Es domingo, y los cuervos de falda azul y plata se contonean alegres, de aquí para allá, simulando que son bailarines de la coreografía de las hadas. Hoy las viudas visten sonrisa en el rostro y los caballos de patas redondas disparan sonidos alegres que alagan al oído.
Anita camina descalza, y danza de vez en cuando con los cuervos de falda azul y plata que se contonean alegres. El humo gris de su cabeza está enredado y las florecillas, que bajan de los árboles, se le enredan cual César proclamado. Los erizos salen somnolientos de su cobijo y miran con ojos entreabiertos la escena mientras se acurrucan en el sofá de la entrada.
- ¡Ay!
Anita se detiene de forma brusca y aparta sus pies con delicadeza entre los flecos verdes de la tierra húmeda.
- ¡Me has pisado!
- Lo siento mucho señor conejo, no le había visto.
- ¿De qué conejo hablas? ¡Yo soy una liebre! Vaya...creo que me has torcido la pata con ese pisotón que me has dado.
- Perdóneme ¿quiere que lo ayude? Mi cabaña está cerca, allá, donde acaba la acequia. Podría ponerle una gasa, y prepararle una taza de chocolate caliente. Seguro que así se siente mucho mejor.

La cueva de terciopelo de Anita a veces huele a melocotones, a veces a canela, unos días huele a flor de jazmín y otros a madera vieja. El suelo hoy parece frío, pero el ambiente es tan cálido y agradable que el contraste gusta.
- Se ve de lejos que no eres muy lista. No sé cómo sobrevives así. Yo no es que sea un lumbreras pero sé cómo arreglármelas, aunque claro...con semejante pisotón casi me rompes la pata. Tal vez debería ir al doctor. El otro día leí que a veces, cuando se rompe un hueso, el dolor no llega hasta pasados unos días. O a lo mejor sólo está torcida ¿se ve torcida? Puede incluso que tenga algo más grabe ¿y si hay algún fallo en mi sistema nervioso que impide que sienta dolor? Sería una tragedia ir por ahí con la pata medio rota o podría ser que, al paso de los días, la cosa se complicase y afectase al funcionamiento del cartílago interior superior. ¡Ay qué desgracia! ¡Ay qué infortunio! ¡Ay qué desdicha!

Anita miraba atónita desde el otro lado de la mesa. Estaba segura de la buena salud de la liebre y no entendía muy bien cómo habían llegado a esos términos tan catastróficos. La liebre lloraba y gritaba despavorida.
- ¡Qué fatalidad! Esta vida mía que me ha tocado, enfermo; enfermo estoy día tras día. Hay tanto que quiero hacer, tantos sitios a los que ir, tantas lenguas que aprender, que si muero...¡ay que me muero!
- Tranquilo, seguro que no es para tanto y desde luego que no vas a morir. Una visita al médico puede que te alivie y tranquilice.
- Y ahora he de ir al doctor, ese mata-sanos maleducado y sordo que no sabe atenderme. Al menos vendrás conmigo ¿cierto?
- Claro, pero tengo la certeza de que estás bien.
- ¿Y qué sabrás tú, pobre niña? ¿Eres doctor acaso? ¿Cómo sabes que estoy bien sin haberme examinado?
- Lo sé porque hace unos minutos que te levantaste y estás paseando y saltando ensimismado mientras gritas todas esas desgracias que crees te van a pasar.

La liebre entonces enmudeció y comprobó con delicadeza que, efectivamente, se encontraba de pie y su pata no tenía ningún problema.

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